Anhelar justicia es propio de cristianos según Jesús (Mateo 5.6). Y no cualquier anhelo, sino anhelarla con el dolor del hambre y la incomodidad de la sed.
Así que el cristiano no simplemente “puede” anhelar justicia, sino que debe buscarla. No en el sentido de una simplona obediencia externa a un mandato, sino porque forma parte de su esencia, de su carácter transformado por la gracia de Dios.
Hasta aquí todos de acuerdo. Pero ¿qué hacer cuando la injusticia se siente tan insoportable que no podemos evitar que la ira brote de nuestro corazón?
¿Cómo actuar como creyentes en contextos donde hay un clamor general? ¿Qué hacer cuando la injusticia se ha vuelto dolorosa como el hambre e incómoda como la sed?
Dios en Su Palabra nos habla bastante sobre la injusticia y ciertamente hay mucho que los cristianos podemos y debemos hacer. Pero aquí sólo quisiera concentrarme en lo primero que debemos hacer y explicar por qué. Me refiero a orar. Así, tal cual: Orar ante la injusticia. Orar la rabia. Orar el dolor. Orar la furia contenida bajo el yugo de la opresión. De eso justamente se tratan los llamados “salmos imprecatorios” como podemos leer en Salmo 137:8-9, Salmo 3:7 o Salmo 109:6-15 y otros similares.
Como nota preliminar podemos destacar que salmos como los recién mencionados nos demuestran que sólo desde un menosprecio hacia el carácter Santo de Dios y usando versículos sacados de contexto alguien podría usar la Biblia para defender la idea que “el cristiano no puede estar enojado” o que “el creyente jamás debería sentir ira ante la injusticia”.
Pocos malos entendidos acerca del cristianismo son tan populares como este. El cristiano ciertamente ama la santidad y anhela ser santo como Dios es Santo, así que sentir ira contra la injusticia es perfectamente acorde con la ética cristiana; al mismo tiempo, sin embargo, buscar venganza por los propios medios es igualmente contradictorio con esa misma ética.
Pero la pregunta que quisiera abordar ahora es ¿por qué dedicarse a orar mientras las calles arden? ¿No sería eso una especie de pasividad ante la injusticia? ¿Orar no sería sinónimo de meditar y volverse inactivo, contemplativo y “zen” justamente cuando más se requiere actuar?
Primero que todo debemos orar ante la injusticia por una razón bien sencilla: orar es apelar al Rey Absoluto y Eterno, esto es a la autoridad máxima.
Así que orar es actuar, no es pasividad. Cuando aquellos a quienes Dios soberanamente les ha dado poder, influencia y riquezas para servir al prójimo, en vez de ser bendición están siendo maldición a causa de su egoísmo, ambición y codicia, entonces llegó el momento de apelar al que está por sobre ellos y denunciarlos ante el Señor suyo y nuestro, quien les entregó generosamente esos bienes y privilegios para servir al prójimo y contribuir al bien de una comunidad.
Cuando la opresión y tiranía se instalan en una comunidad, llegó la hora para el cristiano de clamar ante el Rey Soberano: Cristo el Señor. Reaccionar con violencia propia y espíritu de venganza humana es un camino coherente para quienes no creen que hay un Señor que es Rey de pobres y ricos por igual. En caso de tener una cosmovisión atea, nada más consistente que buscar mecanismos de manipulación política o de violencia en las calles para echar abajo al gobernante injusto o dañar el patrimonio del impío próspero. Pero para los cristianos, ese no es el camino: Cristo ya es Señor. Él reina y espera que sus hijos clamen a Él.
En segundo lugar, debemos orar porque la oración de los justos es oída (Santiago 5.16-18) y produce cambios más profundos de los que podríamos producir nosotros con nuestras fuerzas, astucia o estrategias.
Las oraciones de los hijos de Dios oprimidos son incienso delante de Su trono (Apocalipsis 8.1-5), y según el apóstol Juan las oraciones fueron, incluso, la causa de la caída del Imperio Romano (Apocalipsis caps. 17 al 19). ¿Y en el resto de la historia? Sólo sabremos con certeza en la Vida Eterna cuántos imperios cayeron, cuántos poderes fueron fueron humillados y cuántos patrimonios fueron reducidos a cenizas debido a la oración de hombres y mujeres piadosos.
En tercer lugar, orar por justicia nos permite abrir los ojos para ver el actuar de Dios más claramente.
Técnicamente no es que el Señor comience a actuar como reacción a nuestras oraciones, sino que nosotros nos volvemos más conscientes de Su actuar cuando oramos. Es paradójico, pero a veces ocurre así: el creyente clama al Señor contra los impíos opresores y Dios envía una horda de impíos peores a fin de destruir a los primeros.
Si no me creen, lean el Apocalipsis, pero especialmente lean el libro de Habacuc y verán los conflictos internos que el profeta tuvo porque Dios decidió atender su oración usando soberanamente la impiedad de los asirios… ¡chocante! Habacuc afirma claramente que lo fue para él. Pero cosas importantes aprendemos con el profeta: él jamás se unió a la violencia asiria, ni siquiera estuvo cerca de aprobarla o justificarla, pero entendió que de una manera misteriosa, Dios estaba manifestando Su juicio soberano sobre un reino de Israel corrompido, injusto, cuyos líderes adoraban sus riquezas y pisoteaban al pobre, a la viuda y al huérfano.
Así que una cosa es segura: debemos rehusar de corazón sincero cometer actos violentos y destructivos o siquiera aprobarlos y rechazar todas sus acciones pecaminosas clamando que la gracia de Dios nos permita no cometer jamás tales pecados. ¿Pero Él? Sigue siendo Dios. Es soberano. Y ante su actuar en la historia sólo nos corresponde, como Habacuc, callar de asombro.
El asombro ante el Ser de Dios, entonces, humilla el corazón, revela nuestra propia injusticia personal, evidencia la realidad de nuestro pecado y esto, a su vez, nos hace mirar con compasión a aquel que, de otro modo, lo veríamos sólo como un enemigo: sea la élite política, sean los grandes empresarios, sean las turbas anarquistas, sean los activistas políticos, sean las fuerzas policiales, etc.
La gran verdad que reza “no hay justo ni aún uno” (Romanos 3.10) brilla con la intensidad del sol ante nuestros ojos y la mirada nublada de ira y auto-justicia se despeja y comenzamos a ver más claramente a nuestro prójimo como un igual y la misma compasión que tendemos a exigir para nosotros, comenzamos a anhelar también para el otro, que, aparentemente, actúa, cree y ve la vida de forma tan distinta a mí.
Como podemos ver, por lo tanto, es orando que los cristianos hacemos algo por la justicia y es también orando que nuestro corazón es puesto en el lugar que debe estar: asombro ante Dios y Su ser majestuoso y soberano y confianza plena en Él. Entonces, y sólo entonces estaremos listos como hijos de Dios para levantarnos y tomar otro tipo de acciones como servir al necesitado y trabajar por la justicia y la paz mediante nuestros oficios, vocaciones, colaboraciones, instituciones y quehaceres.
Antes de levantarnos, sin embargo, los creyentes debemos comenzar por el inicio: arrodillarnos.
«Y el efecto de la justicia será paz; y la labor de la justicia, reposo y seguridad para siempre» Isaías 32,17 (RVR1960)
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