Estamos llegando al final de nuestra serie sobre “principios eternos para la transformación de las ciudades”. A esta altura cabe hacer una recopilación de las últimas notas, previo a pasar a desarrollar los desafíos de nuestra iglesia en la actualidad.
Vimos que el contexto que enfrentó la iglesia cristiana del primer siglo fue muy similar al actual. Un mundo globalizado, pagano, amante del pecado, con una espiritualidad libre, signado por el libre comercio, desarrollado, con un gran idioma común (latín) y con leyes que se extendían uniformemente (derecho romano) bajo el dominio de Roma.
Los desafíos de predicar el Evangelio no fueron menores, la iglesia utilizó una amplia variedad de formas y acciones para anunciar el nombre de Jesús en cada rincón del imperio, según el Espíritu les daba.
Vimos cómo la iglesia impactó al Imperio Romano por medio de un proceso de cambio espiritual. La iglesia conmovió las ciudades a través de la proclamación del Evangelio, saturaron cada ciudad con múltiples formas de compartir la Palabra de Dios. Proclamaban a Jesús como Señor. Por medio del arrepentimiento miles y miles de personas tuvieron un Señor, una fe, un bautismo, un solo Dios y Padre de todos que los impulsaba en unidad aún en medio de la diversidad.
La iglesia llevó adelante un proceso de transformación basado en el amor, encarnaron los valores del Reino, Dios intervino poderosamente la realidad del Imperio Romano haciendo milagros, señales extraordinarias pero fundamentalmente por medio del amor, entre ellos no había ningún necesitado, nadie hacía propio lo que tenía sino que servía para ayudar al otro.
Finalmente, vimos que todo el proceso de transformación se sustentó en un concepto eclesiológico dinámico, utilizaron una gran variedad de formas de trasmitir el mensaje, predicaron en todo tiempo, en todo lugar y ante toda circunstancia. No se ataron a estructuras rígidas o basadas en cargos y posiciones, sino por el contrario fueron flexibles y predominaron los dones y ministerios a la hora de funcionar como parte del cuerpo de Cristo.
En la nota anterior vimos los peligros que enfrenta la iglesia hoy. Tratamos de resumir los más importantes: El primer peligro que mencionamos fue el de una cosmovisión cerrada, de oposición al mundo; la cual marcó la marcha de la iglesia por muchos años y ocasionó un ostracismo injustificado. El segundo peligro mencionado fue el del excesivo énfasis en el fuego, todo era fuego, todo era solo poder. Por años nos esforzamos por el entretenimiento interno, clínicas, seminarios, jornadas, eventos, todo apuntaba al fuego, tan entretenidos estábamos que nos olvidamos de la misión.
El tercer peligro que enfrenta la iglesia es el de limitarse solamente a la protesta moral, seguimos siendo reactivos ante los cambios sociales. El cuarto peligro mencionado es el de conformarnos con la incipiente participación política que estamos teniendo y perder de vista que necesitamos alentar a las próximas generaciones para que ellos sean protagonistas de un cambio real por medio de la encarnación de los valores del Reino; y finalmente vimos el peligro del materialismo. Si bien no es lineal en todos los casos, vemos en líneas generales a una iglesia enriquecida en medio de un continente pobre, una iglesia con una impactante infraestructura en medio de ciudades con carencias fundamentales.
Seis desafíos para la iglesia de hoy
Habiendo resumido las notas anteriores nos toca mencionar algunos desafíos que entendemos tiene la iglesia en la actualidad para poder ser eficiente y eficaz en la misión encomendada por nuestro Señor.
El primer desafío que mencionaremos es el de ser pertinentes. Necesitamos básicamente volver al criterio que utilizaba Jesús cuando interactuaba con las personas. Conocía su problemática, sabía sus necesidades pero fundamentalmente se acercaba a ellos con un lenguaje claro, simple, que trasuntaba cercanía, proximidad. A los agricultores les hablaba sobre agricultura, a los pescadores sobre pesca, a los sembradores sobre siembra. A cada realidad y a cada contexto de manera integral les acercaba los valores del Reino. Muchas veces nos cuesta ser pertinentes, espiritualizamos todo incluso, nuestro discurso, nos volvemos lejanos, irreales, como si no tuviéramos interés por las personas y su realidad social.
El segundo desafío es el del compromiso. Una iglesia que realmente está comprometida con el Evangelio de Jesucristo es consciente de la necesidad de las personas y sus carencias, no sólo espirituales sino afectivas, económicas, laborales, sociales y familiares. Jesús se comprometió con las personas integralmente. Sanó a los enfermos, limpió a los leprosos, dio de comer a los hambrientos, revivió a los muertos, consoló a los que sufrían y perdonó a los pecadores. Un compromiso sin acción es indiferencia y una fe sin compromiso es simplemente religión.
El tercer desafío es el de ser exitosos a los ojos y con los parámetros de Dios. Gran parte de la iglesia actual se amoldó a los valores del mundo, a sus patrones, a sus esquemas a sus parámetros de éxito. Pensamos que son exitosos los ministerios grandes, los que movilizan gran cantidad de personas, los cultos vistosos, deslumbrantes, es lo que llamo “cultura de la plataforma”.
Esto sin duda es importante porque la iglesia está llamada a salvar a la mayor cantidad de personas posibles; no obstante, el éxito en sentido bíblico se mide por los frutos, por la exteriorización y encarnación de los valores de la cultura de Jesús (“haya pues el mismo sentir que hubo también en Cristo Jesús”).
Somos exitosos cuando somos obedientes, cuando somos santos, cuando hacemos la voluntad del Padre, cuando amamos y tenemos misericordia, cuando hacemos y amamos justicia, cuando defendemos al pobre y a la viuda, cuando hacemos lo que Jesús haría en nuestra ciudad.
El cuarto desafío es el de ser la voz de los que no tienen voz. Dice el libro de Proverbios: “Habla a favor de los que no pueden hablar por sí mismos; garantiza justicia para todos los abatidos. Sí, habla a favor de los pobres e indefensos, y asegúrate de que se les haga justicia” (31:8-9- NTV). La iglesia fue llamada a defender y hacer justicia, proclamar el año agradable del Señor.
El Evangelio trajo dignidad a las personas, equiparó sus derechos, asistió a los necesitados y defendió a los menesterosos y viudas. La conceptualización de la justicia social no ha cambiado. Hoy tenemos el deber de alzar nuestra voz por lo que nos tienen voz, pero también de interceder y amar a todos, incluso a los que desean anular la voz de los demás.
El quinto desafío es el de saber comunicar adecuadamente el mensaje del Evangelio. Tenemos serios problemas para trasmitir el mensaje, si bien eso es fruto de una multiplicidad de factores, quizás los más importantes sean el aislamiento que la iglesia se autoimpuso del mundo por años, la falta de seguimiento del desarrollo social y tecnológico y fundamentalmente nuestra tendencia a la espiritualización del discurso pretendiendo que al mismo tiempo las personas logren descifrar nuestros códigos espirituales y bíblicos.
Debemos mejorar nuestra comunicación, ser más sintéticos, precisos, claros y atractivos en la comunicación, no como excusa para licuar el mensaje sino como facilitadores comunicacionales del Evangelio, a fin de que pueda llegar y ser entendido por todos.
El sexto y último desafío que quisiera desarrollar es el de saber formar a las próximas generaciones. La iglesia está comenzando a despertar de un largo letargo y reclusión. Estamos teniendo visibilidad pública y la ideología de género fue en última instancia, aunque nos pese, el instrumento que Dios permitió para unirnos y visibilizarnos. En este sentido no alcanza con enseñar, no es suficiente sentar nuestra posición, es menester alentar e inspirar a las próximas generaciones para que ellas ocupen lugares de preeminencia, estén donde hoy no estamos nosotros, se sienten en los lugares donde hoy no estamos accediendo.
Ese es nuestro deber: que las próximas generaciones nos superen en fruto y extensión del Reino de Dios.
Conclusión
Hemos visto que la iglesia primitiva conmovió los cimientos de Roma mediante el poder del Evangelio, a través de la obra del Espíritu Santo en sus corazones modelaron sus vidas de conformidad con la vida de Cristo, hacían lo que él había hecho, hablaban como él hablaba, se sacrificaron como él se sacrificó.
No fue por ellos, no fue por su estrategia solamente, no fue por su protagonismo, no fue por sus recursos, no fue por su capacidad, fue por el poder del Espíritu Santo.
Necesitamos devolverle al Evangelio la frescura y la pertinencia que le quitamos, es menester tomar la cruz y retomar la senda del sacrificio por el prójimo.
Siempre me impactó la vida de Juan el Bautista, no hizo milagros, no conquistó reinos, no derribó murallas, no hizo caer fuego del cielo, no sanó enfermos, no levantó paralíticos, no mató gigantes, pero Jesús habla de él y dice: “Les aseguro que entre los mortales no se ha levantado nadie más grande que Juan el Bautista” (Mat.11:11 – NVI).
Juan el Bautista fue el mayor no por lo que hizo, sino por haberse vaciado lo suficiente para mostrar únicamente al Mesías y señalarlo (“soy sólo la voz de uno que clama en el desierto”). La iglesia debe hacer lo mismo, vaciarse para poder exaltar, señalar, y mostrar solamente a Jesús, nuestro Señor y Salvador.
Fuente: Evangélico Digital