«Sobrellevad los unos las cargas de los otros y cumplid así la ley de Cristo» (Gá. 6:2).
«Este es tu problema, no el mío»; «¿Y a mí qué? Yo paso». Estas frases, tan populares hoy en una sociedad individualista en grado sumo, reflejan la tendencia natural del ser humano desde que Caín hizo la cínica pregunta que aparece como título de este artículo refiriéndose a su hermano Abel, a quien acababa de matar. Por naturaleza, todos llevamos algo de «cainismo» en el corazón: indiferencia y egoísmo en las relaciones con el prójimo. Incluso muchas personas creen y hacen suyo de buena fe aquel refrán que dice: «Cada uno en su casa y Dios en la de todos». Es una versión «espiritualizada» que pretende justificar la comodidad del individualismo. No se trata, pues, de un problema moderno ni exclusivo de egoístas empedernidos. Nos afecta a todos y ha sido así desde siempre.
Es cierto que la actual crisis económica en Europa está estimulando formas de solidaridad alentadoras, ya sean en anónimos actos de amor o mediante organismos -las ONG- donde podemos encontrar a personas que de manera voluntaria y sacrificada, a veces casi de forma heroica, se desviven por ayudar al prójimo. Como decía Pascal, el ser humano no es ni ángel ni bestia y, en el fondo, es las dos cosas a la vez. Todos llevamos «un ángel» dentro porque conservamos la imagen de Dios, este sello imborrable que persiste aunque esté profundamente alterado por el Pecado. Esta impronta del carácter divino nos lleva a luchar contra el «demonio» que también anida en nuestro corazón y que convierte al hombre con frecuencia en esclavo de su codicia, su egoísmo, su ambición sin límites, su amor por el dinero fácil etc. Precisamente todas estas conductas -la Biblia las llama pecados- están en la raíz de la actual debacle económica. El problema de Europa hoy no es en primer lugar un problema de mercados financieros sino de ambiciones sin límite y de egos desbordados. Ahí empieza todo.
Surge entonces una pregunta natural: ¿cómo podemos promover estas actitudes y conductas de solidaridad y de preocupación mutua? ¿Es una asunto sólo de sensibilidad social? ¿Qué aporta el cristianismo a la cura -el cuidado- del prójimo? No es este el lugar para hacer un repaso detallado, pero la Historia nos muestra cómo el cristianismo, y en particular su énfasis distintivo en el amor al prójimo, ha sido una de las columnas de la civilización occidental. Frente al innato egoísmo humano la ética del Evangelio se ha alzado -y sigue alzándose hoy- como una poderosa fuente de sanidad en las relaciones humanas. Ha transformado personas, familias y países enteros. Esto ha sido así porque el seguidor de Cristo no puede lavarse las manos indiferente ante las necesidades de otros y es llamado a preocuparse activamente por su hermano.
El sobrellevar los unos las cargas de los otros constituye uno de los mayores privilegios -y deberes- del discípulo de Jesús que afirmó con rotundidad en la frase conocida como «regla de oro»: «Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos» (Mt. 7:12). De esta manera, la exhortación del apóstol Pablo a sobrellevar los unos las cargas de los otros deviene un examen clave de la vida cristiana. Viene a ser como una reválida de nuestra fe que evalúa tres aspectos esenciales de la madurez cristiana: por un lado mide nuestro egoísmo; en segundo lugar, nuestro amor al prójimo y, finalmente, nuestro compromiso con el pueblo de Dios, con la iglesia.
Vamos a considerar en este artículo y en el siguiente tres aspectos fundamentales del cuidado mutuo. Estos principios son extensivos a todo prójimo, aunque los hermanos en Cristo -«la familia de la fe»- constituyen nuestra prioridad tal como enseña el apóstol Pablo (Gá. 6:10), de ahí nuestro énfasis en las relaciones con los hermanos en la fe. El que no ama y cuida de su hermano al que tiene al lado, dificílmente podrá cuidar al que está más lejos.
- Motivaciones correctas: ¿Por qué he de sobrellevar las cargas de mis hermanos?
- La puesta en práctica del cuidado mutuo: ¿Cómo hacerlo?
- Los resultados: ¿Qué consecuencias tiene?
1. Motivaciones correctas: ¿Por qué?
Tener las motivaciones correctas es el paso inicial que nos abre la puerta a una práctica correcta. La motivación es como el motor que nos «mueve» y genera la fuerza para avanzar. El creyente, en la tarea de cuidar del hermano, necesita tener una buena motivación por dos razones: primero porque su vieja naturaleza -«la carne»- le impele al egoísmo y al individualismo. La conversión no garantiza un cambio automático de nuestros impulsos egocéntricos. La lucha espiritual entre las obras de la carne y el fruto del Espíritu persistirá hasta que estemos en la presencia de Cristo. Ello explica las deficiencias -«manchas y arrugas»- de nuestra vida de fe y, en consecuencia, de nuestras iglesias. En el tema que nos ocupa, ya Pablo expresaba su preocupación por esta conducta en la carta a los filipenses: «No mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo que es de los otros» (Fil. 2:4). Y más adelante, en el versículo 21, reitera esta triste realidad: «Porque todos buscan lo suyo propio, no lo que es de Cristo Jesús». Así pues, una buena motivación le ayudará a luchar mejor contra su «ego» carnal.
La segunda razón para una buena motivación radica en la influencia constante del mundo, que nos «contagia» de sus valores y nos obliga a navegar contracorriente. Hoy, la presión de la sociedad en esta línea es muy fuerte. Incluso pensadores no creyentes, como el sociólogo Lipovetsky, nos advierten de los peligros sociales del individualismo exacerbado de principios del siglo XXI. Por todo ello, una buena motivación es imprescindible en la tarea -noble, pero agotadora- de sobrellevar las cargas.
¿Cuáles son entonces los motivos para cuidar al prójimo en general y a mis hermanos en Cristo en particular?
Ante todo, debemos considerar la motivación incorrecta. Cuidar de mi hermano no debe ser, por lo menos en primer lugar, una forma de autorrealización personal. No lo hago para sentirme yo mejor. Desde luego es legítimo esperar una satisfacción personal en el servicio a los demás. No hay nada que llene tanto como darse a otros. Pero esta satisfacción es la consecuencia, y no la motivación, de tal ministerio. A veces podemos enfocar las tareas de ayuda al prójimo -por ejemplo, participar en una ONG o en otras formas de voluntariado- desde un prisma egoísta: «Porque me ayuda a ser yo mismo». Cuidado con las formas de servicio en la iglesia que pueden nacer más del amor a uno mismo que del amor al prójimo. El antiguo refrán latino «do ut des» -doy para que me des- no refleja el espíritu de Cristo, sino un sutil egoísmo. Por el contrario, «en esto consiste el amor, en que él nos amó primero», nos recuerda el apóstol Juan. El verdadero amor de Cristo da sin esperar nada a cambio; no da para recibir.
El amor a Cristo
Para el creyente, el cuidado del hermano y del prójimo surge del amor a su Señor y Salvador. Si él ha hecho tanto por mí, ¿qué no haré yo por él? Esta fue la experiencia del conde Von Zinzendorf cuando contemplaba un cuadro de la crucifixión. En la parte inferior del cuadro, un escrito interpelaba al espectador: «Esto hice yo por ti, ¿qué has hecho tú por mí?». Von Zinzendorf se sintió tan desafiado por este reto que le llevó a una transformación espiritual de consecuencias históricas: Se convirtió en el fundador de los Hermanos Moravos, uno de los movimientos misioneros más destacados del siglo XVIII.
Ya Pablo decía con gran fuerza: «El amor de Cristo nos constriñe» (2 Co. 5:14). Su ejemplo es el móvil que nos impele en la preocupación por el hermano. La exhortación de Gálatas 6:2 precisamente apela a esta realidad: «Sobrellevad los unos las cargas de los otros y cumplid así la ley de Cristo». La palabra «ley» aquí no significa tanto precepto como modelo. Se refiere al espíritu, el talante, la forma de ser de Cristo, quien «ungido con el Espíritu santo y con poder, anduvo haciendo bienes y sanando a todos…» (Hch. 10:38). Los cristianos deberíamos cambiar el refrán de «haz bien y no mires a quién» por «haz bien y mira a Cristo». Al hacer el bien, ten la mirada puesta en aquel que dio su vida por ti. Esta visión cristocéntrica nos librará, de paso, de las decepciones causadas por la ingratitud. A veces, el hermano por el que más te has preocupado es tan desagradecido como aquellos leprosos sanados por Jesús: de diez, solo uno volvió para dar las gracias. ¡Qué reconfortante el pasaje de Mateo 25:31-46: «Por cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis». Cristo está presente en mi hermano, está ahí, en su alma, de tal manera que cuidar de mi hermano es como cuidar de Cristo mismo. ¡Insondable misterio, pero precioso privilegio!
Ahora bien, lo singular de la vida cristiana es que el amor de Cristo nos estimula no solo por vía de ejemplo -alguien a imitar-, sino que nos da su amor real, vivo, a través de su Espíritu en nosotros. Esta realidad no la encontramos en ninguna otra religión. Gandhi es un ejemplo para muchos. Su memoria histórica estimula, pero nada más. El cristiano, en su servicio a los demás, tiene dos grandes herramientas: el ejemplo extraordinario de Cristo y su propio amor que me es transmitido por la acción del Espíritu Santo.
Así pues, la gran diferencia entre un humanista y el seguidor de Cristo radica precisamente en la motivación: Al cristiano no le mueve, en primer lugar, mejorar la sociedad, sino amar a su Señor y, en consecuencia, a su prójimo. Por supuesto que el cristiano quiere un mundo mejor, más justo, más solidario, pero ésta no es la meta, es el resultado, el efecto final de un compromiso perfectamente resumido por Jesús mismo: «amarás a Dios sobre todas las cosas y a tu prójimo como a ti mismo».
El amor al pueblo de Cristo
El amor a Cristo, si es genuino, lleva de forma natural a amar a la Iglesia. El discípulo no puede decir que ama a Cristo si no ama a sus hermanos que forman el cuerpo de Cristo. El compromiso con Dios implica compromiso con el pueblo de Dios. Esta segunda motivación es, por tanto, consecuencia de la anterior. De tal manera que nuestro lema-resumen en el cuidado de mis hermanos debería ser: por amor a Cristo y para edificación de la Iglesia.
Observemos con detalle el texto de Gálatas. Su traducción literal sería: «De los otros, sobrellevad las cargas». Pablo pone el genitivo «de los otros» al comienzo de la frase para marcar un énfasis. Con esta construcción gramatical, el Apóstol nos quiere recordar un principio importante: la vida cristiana no es un asunto de «Dios y yo solos»; el cristiano solitario es incompatible con la enseñanza del Nuevo Testamento. Por supuesto que la fe tiene una dimensión íntima, personal, que debe ser respetada. Pero la fe cristiana va mucho más allá de lo privado: tiene unas implicaciones comunitarias inevitables. Nos guste o no, al nacer de nuevo -la conversión- entramos a formar parte de una familia en la que -como sucede en toda familia- no nos es dado escoger a nuestros hermanos. ¡No conozco a nadie que haya tenido la oportunidad de escoger a sus hermanos de sangre!
La enseñanza bíblica es clara: somos un cuerpo y nos pertenecemos los unos a los otros: «Vosotros, pues, sois el cuerpo de Cristo, y miembros cada uno en particular… Que los miembros se preocupen los unos por los otros… De manera que si un miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un hermano recibe honra, todos los miembros con él se gozan» (1 Co. 12:25-27).
No es una opción, sino una obligación
El texto de Gálatas usa el modo imperativo: «sobrellevad». Es un mandamiento, no una opción voluntaria. Algunos piensan que cuidar al hermano es responsabilidad propia del pastor y de los ancianos o diáconos de la iglesia. Ciertamente, estos tienen una responsabilidad especial. Pero a todo creyente, sin excepción, se le exhorta a preocuparse por los otros miembros del cuerpo. Este es, en esencia, el principio evangélico del sacerdocio universal. El cuidado pastoral no es una tarea reservada para unos pocos miembros especializados, sino el privilegio y el deber de cada creyente. ¡Qué contraste con otras religiones tan de moda hoy! Su énfasis en el beneficio exclusivamente personal las sitúa a años luz de la pastoral y la ética del Nuevo Testamento. El budismo, por ejemplo, desconoce por completo esta dimensión de cuerpo, y su único énfasis comunitario se refiere a la fusión del yo personal en un todo cósmico después de la muerte.
Nuestro celo en la práctica de este mandamiento -cuidar del hermano- no debe apagarse por las «manchas y arrugas» de mi iglesia o de mi hermano. La iglesia no es una comunidad de justos donde escasea el pecado, sino una comunidad de pecadores donde abunda la gracia. Esta debe ser nuestra visión. Así, nuestras expectativas serán realistas y evitaremos caer en el desánimo al descubrir que la perfección solo la alcanzaremos en el cielo. Mientras tanto, todos estamos en la «tintorería», siendo «lavados» -transformados- por el Espíritu Santo en el proceso de la santificación. Si alguien va a la iglesia esperando ver solo ropas blancas, encontrarla acabada ya de lavar, no ha entendido ni la naturaleza de la iglesia ni el proceso de transformación que se está realizando desde el nuevo nacimiento.
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