El fundamento de la familia cristiana

INTRODUCCION

«Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y los dos se harán una carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia. En todo caso, también vosotros, que cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido» Efesios 5:31-33

El matrimonio es una comunidad íntima de vida entre un hombre y una mujer, fundamentada en el amor responsable y en la mutua entrega, en vista del bien personal de los cónyuges y de la generación y educación de su descendencia. El amor recíproco es esencial y tiene unas características que le distinguen de todas las demás formas de amor.

Sin embargo, debemos basar ese amor en nuestra vida cristiana plena y activa, de lo contrario la crisis aparecerá en cualquier momento al no poder o querer fundamentar nuestra vida en común en la Palabra de Dios.

Si uno de los miembros de la pareja no sigue las enseñanzas cristianas con respecto a su vida personal, menos aún las reflejará en su relación matrimonial. Peor panorama habrá aún si son los dos miembros de la pareja los que viven alejados de Dios.

En ocasiones la pareja cree estar dentro de los caminos del Señor pero uno de los dos, o ambos, están actuando de una manera que dista mucho de ser la correcta, y ello repercute en su relación común.

En definitiva, debemos comprometer nuestra vida matrimonial y nuestro amor de pareja en la plenitud de la vida cristiana. Debe ser una vida en el amor, mediante Cristo y por la acción del Espíritu Santo. Esta debe ser la única perspectiva aceptable para un matrimonio cristiano feliz.

Seguidamente analizaremos cómo debe ser esa vida matrimonial cristiana a partir de la nueva vida del cristiano. En otras palabras, analizaremos como debe ser el matrimonio desde el origen del amor cristiano, porque toda unión debe ser basada en el amor común.

EL AMOR CRISTIANO

El Espíritu Santo es el amor subsistente del Padre y del Hijo. Es esencialmente Espíritu de amor y produce en el cristiano la capacidad de amar. Más bien puede decirse que es el Espíritu Santo el que ama en él: «… porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Romanos 5:5). Ese amor que recibimos del Espíritu Santo es, sobre todo, un principio interior de la vida nueva que Dios nos da y que nos hace capaces de amar y de entregarnos a los hermanos, así como Cristo nos amó y se entregó por nosotros.

Por eso el Evangelio dice que el mandamiento del amor a Dios y al prójimo es el centro y la síntesis de la vida moral del cristiano: «El primero es: escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas. El segundo es: amarás a tu prójimo como a tí mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos» (Marcos 12:29-31). El cristiano se puede definir como un hombre que camina en el amor y en este camino encuentra su plenitud y salvación.

En el amor a Dios y al prójimo se resume todo el Evangelio y todos los mandamientos: «En efecto, lo de no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Romanos 13:9).

Así aparece claramente la positividad de la vida cristiana. Ser cristiano no quiere decir tener que evitar esto o aquello, huir de esto o aquello; sino amar y comprometerse para construir su propia personalidad y humanizarse uno mismo y a los demás con la fuerza constructora del amor.

LA CRISIS DEL MATRIMONIO Y DE LA FAMILIA

Nadie puede negar la existencia de etapas de crisis dentro del matrimonio y de la vida familiar. En el Concilio Gaudium et spes de 1965 se hizo alusión a esa crisis con las siguientes palabras: «La dignidad de la institución del matrimonio no brilla en todas las partes con el mismo esplendor, puesto que está oscurecida por la poliandria y la poligamia, la epidemia del divorcio, el llamado amor libre y otras deformaciones; es más, el amor matrimonial queda frecuentemente profanado por el egoísmo, el hedonismo y los usos ilícitos contra la descendencia» (GS 47).

La misma constatación la encontramos posteriormente en Familiaris consortio en

1981: «No faltan signos de preocupante degradación de algunos valores fundamentales: una equivocada concepción teórica y práctica de los cónyuges entre sí, las graves ambigüedades acerca de la relación de autoridad entre padres e hijos, las dificultades concretas que con frecuencia experimenta la familia en la transmisión de los valores, el número cada vez mayor de divorcios, la plaga del aborto, el recurso cada vez más frecuente a la esterilización, la instauración de una verdadera y propia mentalidad anticoncepcional» (FC n.6). Por eso muchos jóvenes están perdiendo la fe en el matrimonio y llegan a justificar otros tipos pasajeros de unión interpersonal, sin un compromiso permanente.

Con su actitud ante esas acciones da la impresión de que el hombre está de nuevo tentando y poniendo a prueba a Dios como en Masá y Meribá en el antiguo Israel. Con su manera personal de actuar, con su atención a otras personas del mismo o de diferente sexo fuera del matrimonio o dejándose influenciar por ellas, con los matrimonios quebrantados, con las familias destruidas, los hijos privados de la vida desde antes de nacer, con la voz de la legislación permisiva y de las costumbres, parece que el hombre actual esté preguntando de nuevo: «Está Yahvé entre nosotros o no?» (Éxodo 17:7).

Para encontrar de nuevo el camino es preciso volver a Dios y al Evangelio. El evangelio proclama la verdad del amor que debe unir al hombre y a la mujer en el matrimonio. Solamente en la verdad del amor, marido y mujer pueden adorar a Dios en espíritu y verdad y realizar su felicidad. Se trata de una afirmación exigente, así como lo es todo el Evangelio. Pero es la única verdad que libera y que salva la autenticidad del amor.

EL MATRIMONIO EN EL PLAN DE DIOS

«De la costilla que Yahvé había tomado del hombre formó una mujer y la llevó ante el hombre. Entonces éste exclamó: esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne. Esta será llamada varona (mujer), porque del varón ha sido tomada» (Génesis 2:22-23).

El matrimonio es obra de Dios

El matrimonio no es una institución puramente humana. La unión entre el hombre y la mujer es querida por Dios desde el principio al crear a ambos sexualmente diferenciados, pero como seres de mutua ayuda que se complementan el uno al otro. La diferenciación sexual está en función del cumplimiento recíproco en el amor y en la procreación.

La unión matrimonial es más profunda aún que los lazos de sangre y de parentesco porque «por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y los dos se harán una sola carne» (Efesios 5:31), es decir, se harán una sola persona, un solo ser.

La unión matrimonial comporta la unidad y la indisolubilidad. En el plan de Dios el matrimonio es la unión profunda de un solo hombre con una sola mujer. Es monogámico y excluye la poligamia y la poliandria. Es, además indisoluble: el matrimonio dura toda la vida y excluye absolutamente el divorcio, ya que el hombre y la mujer forman un solo cuerpo.

Es precisamente en el contexto de esa unión profunda de amor estable, o sea, dentro del ámbito monogámico e indisoluble, que es lícita y conforme al plan de Dios la relación sexual. Está totalmente excluida toda actuación sexual antes y fuera del santo matrimonio.

El oscurecimiento de la idea original del matrimonio

A lo largo de la historia el proyecto de Dios acerca del matrimonio se ha ido oscureciendo a causa del pecado del hombre. El pecado deteriora la relación interpersonal hombre-mujer y corrompe la naturaleza del matrimonio. Entonces la mujer ya no es la ayuda adecuada, sino que es la que invita al hombre a la desobediencia. A su vez el hombre acusa a su esposa ante Dios, como hizo Adán: «La mujer que me diste por compañera me dio del árbol y comí» (Génesis 3:12). Desde ese momento la división ha entrado en la pareja.

Antes del pecado, hombre y mujer estaban desnudos y no se avergonzaban; es decir, vivían en un estado de inocencia, armonía y respeto recíproco: «Estaban ambos desnudos, el hombre y su mujer, pero no se avergonzaban el uno del otro» (Génesis 2:25). Pero después de pecar ante Dios se dieron cuenta de su desnudez y se avergonzaron de ella: «Entonces se les abrieron a ambos los ojos y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y, cosiendo hojas de higuera, se hicieron unos ceñidores» (Génesis 3:7). La vergüenza significa que las relaciones personales no son ya serenas y respetuosas. Ellos sienten la necesidad de cubrirse, de defenderse el uno del otro, de protegerse ante la concupiscencia naciente. En realidad ellos percibieron una experiencia turbadora. En la conciencia de su desnudez había ya una manifestación del desajuste introducido por el pecado en la armonía y el orden de la creación.

Además la culpa comporta el castigo. Así Dios dijo a la mujer: «Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará» (Génesis 3:16). Este dominio es la negación misma del amor

conyugal y los esposos son recíprocamente objeto de dominio egoísta, de instinto y de lujuria.

El oscurecimiento del plan originario de Dios se manifiesta también en la difusión de varias tendencias y desviaciones como son la prostitución, la poligamia, el concubinato y el divorcio, lo cual afecta también al pueblo de Israel.

La restauración del designio originario de Dios

Cuando llegó la plenitud de los tiempos Dios envió a su Hijo como camino, verdad y vida para el mundo. Jesús ha restaurado la idea originaria de Dios sobre el matrimonio y ha sanado el amor humano de las heridas del pecado, elevando el matrimonio a la dignidad de sacramento.

En primer lugar vemos en el Evangelio de Juan (2:1-11) que Jesús participa en las bodas de Caná, lo cual confirma que el matrimonio es una realidad positiva con todas sus legítimas manifestaciones, en cuanto obra de Dios Creador. Además con su presencia y su primer milagro consagra y santifica la unión matrimonial.

Luego Jesús restaura el matrimonio como en el principio: «De manera que ya no son dos, sino una sola carne. Pues bien, lo que Dios unió no lo separe el hombre» (Mateo 19:6). Las deformaciones del matrimonio son fruto de la dureza de corazón, del pecado, de la indocilidad a la voluntad divina: «Moisés, teniendo en cuenta la dureza de vuestro corazón, os permitió repudiar a vuestras mujeres; pero al principio no fue así» (Mateo 19:8).

Jesús confirmó que el matrimonio era obra de Dios desde el principio, y lo hizo monogámico e indisoluble y comporta también la plena fidelidad, tanto en actos como en el pensamiento: «Habéis oído que se dijo: no cometerás adulterio. Pues yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió con ella adulterio en su corazón» (Mateo 5:27-28).

La sacramentalidad del matrimonio

Jesús elevó el matrimonio a la dignidad de sacramento, tal como no explica San Pablo en su Carta a los Efesios: «Sed sumisos los unos a los otros en el temor de Cristo: las mujeres a sus maridos, como al Señor, porque el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia, el salvador del cuerpo. Como la Iglesia está sumida a Cristo, así también las mujeres deben estarlos a sus maridos en todo. Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella para santificarla, purificándola mediante el baño de agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo, sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada. Así deben

amar los maridos a sus mujeres como a sus propios cuerpos. El que ama a su mujer se ama a sí mismo» (Efesios 5:21-28).

En el matrimonio el hombre debe amar a su mujer, como Cristo ama a su Iglesia. Y la mujer amar a su esposo, como la Iglesia ama a Cristo. Esto significa que el matrimonio es una representación del misterio de amor que une a Cristo con la Iglesia. Es una imagen y participación de la alianza de amor que existe entre Cristo y la Iglesia.

Conclusión

Resulta incomprensible que una pareja cristiana, consciente de su fe y de la riqueza del sacramento, rehúse consagrar su amor en el Señor mediante el don sacramental que Cristo otorga. Y es tan decisivo que si no contrae matrimonio válido ante la Iglesia, no puede comulgar (FC 82): «El don del sacramento es, al mismo tiempo, vocación y mandamiento para los esposos cristianos» (FC 20).

LA PREPARACION A LA VIDA MATRIMONIAL

La vida matrimonial es un compromiso difícil. No se improvisa un buen esposo o una buena madre, ni todos los padres están capacitados para educar a sus hijos, ni todos los cónyuges para aguantarse durante muchos años.

Algunas de las premisas esenciales para un buen matrimonio son:

La madurez personal

La persona madurará progresivamente en la vida familiar mediante la formación de su carácter, la educación del sentimiento y de la voluntad, el logro del dominio de sí mismo y el descubrimiento y la vivencia de los valores humanos, morales y religiosos.

La información clara y concisa

La pareja debe tener una clara y concisa información y conocimiento acerca del matrimonio y la sexualidad, así como de sus exigencias fundamentales sobre sus tareas, funciones y obligaciones.

Un noviazgo vivido seria y responsablemente

El noviazgo es una situación de tránsito en la relación hombre-mujer. Es el paso intermedio entre su condición de soltería y la vinculación de casados. Es la preparación y el conocimiento mutuo indispensables e inmediatos a la unión indisoluble del matrimonio. De él depende mucho el éxito del futuro matrimonio.

Un buen noviazgo no debe ser prematuro ni demasiado largo, pero sí debe ser serio y responsable. El fin del noviazgo es el conocimiento recíproco, la armonización, la maduración personal y como pareja y el descubrimiento del verdadero amor. Debe ser una relación de castidad, aceptada por ambas partes, y que comporta el compromiso de la mutua fidelidad.

LAS EXIGENCIAS DEL AMOR CONYUGAL

«El matrimonio es una comunidad íntima de vida entre un hombre y una mujer, fundamentada en el amor responsable y en la mutua entrega, en vista del bien personal de los cónyuges y de la generación y educación de su descendencia» (GS 48).

En el matrimonio el amor recíproco es esencial y tiene unas características muy definidas, que lo distinguen de todas las demás formas de amor. Son las siguientes:

Es un amor plenamente humano

No es un impulso instintivo, una atracción sexual ni un amor platónico. Ante todo es un acto sensible y espiritual de la voluntad, que acepta y aprecia a la persona del cónyuge como valor en sí misma, y se entrega a ella con amor de benevolencia y sensibilidad porque se manifiesta en sentimientos y gestos de ternura.

La dimensión espiritual y sensible son inseparables. La sexualidad sin amor es degradante ya que el amor es esencial en la relación sexual. Carece de sentido una sexualidad egoísta y encerrada, que niega la comunicación del yo con el  y que niega su oblatividad profunda. Una relación sexual biológicamente perfecta pero sin amor, es como un cuerpo sin alma; una vivencia inmoral del sexo y la prostitución de dos personas, aunque sean marido y mujer.

Es un amor total y dinámico

Los esposos deben compartirlo todo generosamente, sin reservas de ningún tipo, tanto los bienes materiales y espirituales como el cuerpo y el espíritu: «No dispone la mujer de su cuerpo, sino el marido. Igualmente, el marido no dispone de su cuerpo, sino la

mujer» (1 Corintios 7:4). Es la única forma de amor, que comporta la entrega física y sexual.

Al pasar el tiempo, en lugar de atenuarse, este amor se hace más perfecto y crece mediante la entrega generosa, aún cuando la inclinación sentimental o la atracción sensible puedan disminuir.

Es un amor monogámico

Es decir, de un solo hombre a una sola mujer, y viceversa. Eso implica una amistad íntima y una comunicación tan profunda que no puede ser compartido con personas extrañas a la pareja: «Tenga cada hombre su mujer y cada mujer su marido» (1 Corintios 7:2).

Es un amor irrevocable e indisoluble

Todo amor auténtico es indisoluble: «Así, la mujer casada está obligada por la ley a su marido mientras éste vive; mas, una vez muerto el marido, se ve libre de la ley del marido» (Romanos 7:2). Por eso, el matrimonio válido no se puede romper, sino con la muerte. El Evangelio rechaza claramente el divorcio como contrario al plan de Dios sobre el matrimonio; solamente la muerte de uno de los cónyuges puede permitir un nuevo matrimonio.

Prescindiendo de la enseñanza del evangelio, no se puede negar el valor humano y social de la indisolubilidad. Además, el divorcio hace imposible la educación de los hijos, que piden la presencia de ambos padres. Además, el divorcio es un muy mal ejemplo cristiano para los hijos.

Por eso la Iglesia Católica, fiel al evangelio, no puede aceptar el divorcio y admitir a la Eucaristía a los divorciados que han sido nuevamente casados fuera de la Iglesia Católica. Solamente en el caso de que el primer matrimonio haya sido anulado (celebrado sin las condiciones necesarias), se puede celebrar un nuevo matrimonio religioso.

Es un amor fiel

Desde el antiguo Israel, el adulterio ha sido siempre duramente castigado: «Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, serán castigados con la muerte: el adúltero y la adúltera» (Levítico 20:10). Los profetas lo denuncian como una de las causas

del destierro, e incluso de la pena de muerte, junto con el pecado de homicidio, idolatría y violación del sábado.

El Nuevo Testamento es aún más exigente; aunque no insiste en la pena temporal mosaica, subraya la gravedad del adulterio y promete como castigo la pena eterna: «¿No sabéis acaso que los injustos no heredarán el Reino de Dios?. ¡No os engañéis!. Ni impuros, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni homosexuales, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni ultrajadores, ni explotadores heredarán el reino de Dios» (1 Corintios 6:9-10).

Y se puede cometer adulterio no sólo con los actos, sino también con los malos deseos: «Pues yo te digo: todo el que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mateo 5:28). El matrimonio cristiano, en cuanto participación de la alianza fiel de Cristo con su Iglesia, es pues totalmente fiel.

Es un amor fecundo

Todo amor verdadero siempre es fuente de perfección y de vida. El amor conyugal no se agota, sino que está destinado a prolongarse, suscitando nuevas vidas. Una misión tan importante debe realizarse «con humana y cristiana responsabilidad» (GS 50).

Solamente los esposos pueden decidir ante Dios el número de los hijos que quieren engendrar: «La decisión sobre el número de hijos depende del recto juicio de los padres y de ningún modo puede someterse al criterio de la autoridad pública» (GS 87).

El problema de la paternidad responsable no se puede siempre solucionar fácilmente. «Muchos esposos encuentran dificultades no solamente para su realización concreta, sino también para la misma comprensión de las normas inherentes a la norma moral. Ellos no deben desanimarse o alejarse de Dios o de la comunidad eclesial. La Iglesia les invita a perseverar en la búsqueda del bien, aceptando humildemente eventuales defectos, confiando en la bondad y misericordia divina, y viviendo generosamente su compromiso cristiano» (FC 33-35).

LA DIGNIDAD DE LA PROCREACION

Dios ha confiado el don de la vida al hombre y a la mujer, quienes han de tomar consciencia de su inestimable valor y asumir sus responsabilidades. Para ello el cristiano no puede olvidar estos principios fundamentales:

1.- La transmisión de la vida humana ha de realizarse en el ámbito del matrimonio, como fruto y signo de la entrega personal de los esposos, de su amor y fidelidad mutua.

2.- Ha de realizarse mediante los actos específicos y exclusivos de los esposos, según las leyes inscritas en sus personas y en su unión.

3.- Todo ser humano tiene el derecho de ser concebido, llevado en el seno, dado a luz y educado dentro del matrimonio. Sólo así él podrá descubrir su identidad y madurar su formación humana.

Hoy en varios países se intentan experimentos nuevos para conseguir la concepción del ser humano fuera del matrimonio y sin la unión sexual del hombre y de la mujer (fecundación e inseminación artificial, maternidad por encargo, etc.).

¿Acaso podemos dar a esos experimentos algún valor moral y cristiano?.

La fecundación en probeta con semen del propio esposo o de otro hombre es moralmente ilícita, pues ofende la dignidad de la procreación y de la unión conyugal. El acto de amor conyugal es el único lugar digno de la procreación humana.

La fecundación por medio de la inseminación artificial de una mujer con el semen de un donador diferente del esposo, o la fecundación de un óvulo proveniente de otra mujer, es gravemente deshonesta. Es contraria a la unidad del matrimonio, a la dignidad de los esposos, a la vocación propia de los padres y al derecho del hijo a ser concebido y dado a luz en el matrimonio y con los actos humanos propios de los esposos.

La fecundación por medio de la inseminación artificial con el semen del propio esposo es también moralmente reprobable. En efecto, rompe la conexión de la unión conyugal. Una fecundación realizada fuera del cuerpo de los esposos, es privada del significado y de los valores que se expresan en la unión de las personas humanas.

La maternidad por encargo es gravemente deshonesta. Es contraria a la unidad del matrimonio, a la dignidad de la procreación y a la maternidad responsable. Ofende también la dignidad del hijo y su derecho a ser concebido por sus propios padres.

La inseminación artificial dentro del matrimonio puede ser lícita y aceptable, sólo cuando la intervención técnica no substituya el acto conyugal, sino más bien lo facilite y lo ayude de manera que pueda conseguir su fin natural.

El sufrimiento por la esterilidad de los esposos es comprensible y merece respeto. El hijo no es un derecho o un objeto de propiedad, sino un dos de Dios por medio

del matrimonio. El hijo debe ser fruto del acto de amor total de sus padres. Y si la esterilidad persiste siempre nos queda el camino de la adopción.

LA FAMILIA CRISTIANA: COMUNIDAD DE AMOR Y DE VIDA

Con los hijos el matrimonio se convierte en familia, la convivencia conyugal en hogar doméstico. La familia es el ambiente propicio para el surgimiento de la vida humana, su educación y realización cristiana.

Sin embargo no todos los cristianos forman una familia cristiana auténtica que sea lugar de santificación y de salvación. Las incompatibilidades y los contrastes entre el plan de Dios y la realidad de muchas familias son palpables al constatar las uniones libres, los divorcios, los adulterios, el abandono de los hijos, etc. La familia como institución sufre una época de crisis debido a las transformaciones actuales de un nuevo tipo de sociedad: industrializada, urbana, secularizada y no cristiana, pluralista y anónima.

Pero ante esa situación la familia cristiana está llamada a dar un claro testimonio como comunidad de vida y de amor y como iglesia doméstica, fuente de santificación y salvación.

El amor es esencial en la vida de familia; es el eje de las relaciones dentro de la familia. Amar y ser amado es la gratificación de los padres, los esposos y los hijos: el amor impulsa y recompensa el sacrificio de los padres; amor agradecido brota en los hijos al experimentar cuánto hacen por ellos sus padres; los lazos de sangre entre hermanos potencian el amor, convertido en fraternidad.

Estas son algunas de las numerosas manifestaciones de la dinámica del amor familiar:

La identificación con un familiar

En oposición con el ambiente masificador de la calle, la familia ofrece un trato de persona a persona donde la otra parte no es alguien anónimo, sin rostro: es mi

esposa, mi hijo, mi madre, mi hermano; alguien con quien mi vida está unida en alegría, trabajo, dolor y esperanza.

El respeto mutuo

El roce continuo, la dependencia y la confianza excesiva a veces provocan faltas de respeto, agresividad, amor posesivo y actitudes autoritarias. En la familia es posible aprender y profundizar la aceptación mutua, el respeto sincero y la convivencia armoniosa.

La confianza

Es el clima auténtico de la vida familiar. Reclama interés por la otra persona, sinceridad, comunicación frecuente y fluida, servicio mutuo, suavidad en el trato y atención al que está afligido.

La comprensión

Debería ser muy fácil dentro de la familia. Significa aceptación sincera, paciencia ante los defectos, flexibilidad en criterios, longanimidad y tolerancia.

La serenidad en los conflictos

Los conflictos son inevitables en toda familia. Es preciso no dramatizarlos y ceder en las exigencias personales por amor a la concordia y a la paz.

El perdón y el olvido

En la convivencia familiar no faltan pequeñas o grandes ofensas que, acumuladas, pueden provocar resentimientos, agresividad, rencores y muerte del amor existente hasta entonces. Urge la humildad, la generosidad en el perdón, la capacidad de olvidar. El perdón es la ley fundamental para la supervivencia de la vida conyugal y familiar.

El sacrificio y la unión

El sacrificio es expresión y la demostración necesaria del verdadero amor. En la medida en que reine el amor existirá la unión física, psicológica y espiritual de la familia. El amor, el sacrificio, la comprensión y la colaboración constituyen el «nosotros» de la comunidad familiar; la participación de vida en un solo corazón y en una sola alma.

LOS LAZOS DE AMOR EN LA COMUNIDAD FAMILIAR

La familia que vive en el horizonte del amor está unida y es solidaria ante cualquier tentación y dificultad del ambiente. Los múltiples lazos de amor la hacen fuerte e indestructible.

El amor entre los esposos

Es decisivo para la unidad familiar; sin el amor el matrimonio se reduce a un simple contrato y al interés por los hijos en una convivencia forzada, sin calor ni vida. Los hijos sólo podrán comprender qué es el amor si lo contemplan en el mutuo amor de sus padres.

El amor entre esposos se manifiesta en:

El diálogo sereno, la mutua libertad, la confianza mantenida, la serenidad en el trato, la comprensión, la delicadeza, el perdón recíproco, la fidelidad absoluta.

El amor conyugal se manifiesta también en la responsabilidad conjunta que conlleva un gran respeto por:

Las amistades, las relaciones sociales, la economía doméstica, las diversiones, la paternidad, la educación de los hijos, la vida religiosa común.

Los esposos no son dos, sino una sola carne (Mateo 19:5-6). Por eso todo es común.

El amor de los esposos a los hijos

Es indispensable la presencia del padre en el hogar para acompañar a sus hijos en el camino de su maduración humana y cristiana. Los hijos sin el padre carecen de la seguridad, fortaleza y amor masculino, necesarios para su equilibrio y madurez. Igualmente indispensable es la presencia de la mujer, a quien Dios ha concedido mayor ternura, paciencia, capacidad de sacrificio y dedicación para cuidar y educar a sus hijos. Sin su presencia los hijos son doblemente huérfanos. De hecho la madre tiene una superioridad afectiva en el hogar y con los hijos.

El cuidado y la educación de los hijos es responsabilidad común de los padres. Por ser su descendencia surge un vínculo de amor especial entre padres e hijos, lo que impulsa a procurar a los hijos el mayor bien posible. Pero debe ser un amor profundo y equilibrado que evite preferencias. Y también un amor fuerte que supere la concesión de caprichos.

Sus manifestaciones principales son:

Ø La acogida y la protección: los hijos deben ser acogidos con amor y protegidos ya desde antes del nacimiento, en su vida prenatal. Y no importa el sexo; hombre y mujer tienen idéntica dignidad personal.

Ø La alimentación y el vestido: Por justicia y amor los padres deben atender las necesidades materiales de los hijos, sobre todo en los primeros años, mediante una alimentación suficiente, vestidos adecuados y cuidado de la salud.

Ø La confianza y el diálogo constante: Los padres deben acompañar el crecimiento de sus hijos con su presencia amorosa y el diálogo abierto para iluminar, informar, alentar y corregir. La confianza recíproca es un factor decisivo en la educación y en la vida familiar.

Ø La educación integral: Los padres tienen el deber y el derecho primario de proveer, en la medida de sus posibilidades, la educación de sus hijos tanto física, como social, cultural, sexual, moral y religiosa. Es preciso educar su personalidad y acompañar su crecimiento humano y cristiano.

Ø La corrección: Los padres que aman a sus hijos saben corregirlos con paciencia y bondad. Es contraproducente la corrección inoportuna y dura, el autoritarismo cómodo (que mantiene la disciplina pero que no educa), y el desacuerdo entre los cónyuges (por el desconcierto que causa en los hijos).

Ø El respeto: Los padres deben respetar la intimidad personal de los hijos; su mundo espiritual, que sólo revelarán los propios hijos en un clima de mutua confianza. La obediencia será el fruto de la libertad y de la autoridad, armonizadas en un clima de diálogo comprensivo.

Ø La elección del estado de vida: Los padres deben iluminar y aconsejar, pero sin coartar injustamente su libertad. No pueden obligar a los hijos a una profesión determinada, a un noviazgo, a un matrimonio o a una vocación si ello no está de acuerdo a la vida cristiana y a la evolución humana de los hijos. Los padres deben ejercer de consejeros prudentes de sus hijos, con desinterés personal, y buscando siempre ante todo su bien espiritual y eterno.

El amor de los hijos a sus padres

Dios mismo ha instruido acerca del honor y del respeto a los padres: «Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar» (Éxodo 20:12). Además, el Cuarto Mandamiento canaliza la piedad y el amor responsable de los hijos a sus padres mediante:

Ø El respeto: Por justicia todo hijo debe reconocer lo que son y lo que han hecho sus padres con él. El respeto impulsa a los hijos a cumplir los deberes

que merecen sus progenitores. Aún cuando en ocasiones los padres puedan cometer errores o revelar defectos, los hijos deben siempre respetarlos.

Ø La gratitud«Honra a tu padre con todo tu corazón y no olvides los dolores de tu madre. Recuerda que gracias a ellos has nacido; ¿cómo les pagarás lo que han hecho por ti?» (Eclesiástico 7:27-28). Los hijos deben manifestar su gratitud a sus padres con palabras y gestos: la compañía, el darles confianza, colaborar con ellos, tratarles con delicadeza, preocuparse por ellos, estar prontos para servirles, etc.

Ø La obediencia«Hijos, obedeced a vuestros padres en el Señor, porque esto es justo» (Efesios 6:1). A la autoridad paterna y materna ha de corresponder la adhesión filial a sus consejos y al cumplimiento de sus órdenes. La obediencia tiene determinados límites y condiciones, como que las órdenes de los padres sean basadas en el bien personal y familiar.

Ø La ayuda«Hijo, cuya de tu padre en su vejez, y durante su vida no le causes tristeza.

Aunque haya perdido la cabeza, sé indulgente con él, no le desprecies, tú que estás en la plenitud de tus fuerzas. La compasión hacia el padre no será olvidada; te servirá para

reparar tus pecados» (Eclesiástico 3:12-14). Aunque el hijo esté casado y con sus preocupaciones familiares, no puede abandonar a sus padres, sobre todo en

la vejez o en la enfermedad. Debe visitarles, interesarse por ellos, ayudarles

económica, anímica y espiritualmente, orar por ellos.

LA FAMILIA COMO IGLESIA DOMESTICA

Dios es la fuente de la felicidad y prosperidad familiar. Si amar y ser amado constituye la dinámica de la vida familiar, Dios es amor y su ley se reduce al amor. Por eso cuando brilla el amor en una familia, ahí está Dios. Pero cuando falta Dios, allí no hay amor ni existe familia como tal.

Cuando Dios está presente en la familia y en el hogar se cumple la promesa del Señor: «Cayó la lluvia, vinieron los torrentes, soplaron los vientos y embistieron contra aquella casa; pero ella no cayó porque estaba cimentada sobre la roca» (Mateo 7:25).

San Agustín definió a la familia como «pequeña iglesia» ya que la Iglesia se revela y actualiza en la familia cristiana, la cual participa en su acción santificadora, evangelizadora y salvadora.

Los padres, por el sacramento del Bautismo y del Matrimonio, son consagrados como sacerdotes de su hogar ya que:

Ø Transmiten a sus hijos la palabra de Dios con su ejemplo y su palabra

(Ministerio profético).

Ø Son instrumentos de gracia y de santificación para sus hijos mediante la oración constante, el amor paciente, la comprensión y la corrección serena y firme (Ministerio sacerdotal).

Ø Guían a sus hijos en el camino de la vida cristiana a través de su testimonio en el mundo, de su entrega en el servicio a los demás y del compromiso apostólico y evangelizador, de manera que sean introducidos plenamente en la experiencia de Cristo y de la Iglesia (Ministerio pastoral).

LAS REALIDADES INCOMPATIBLES DE LA VIDA FAMILIAR

Frente al atractivo del ideal de la familia como comunidad de amor e iglesia doméstica, hay muchas realidades incompatibles entre el proyecto humano y el plan de Dios sobre la comunidad familiar. Las siguientes son las más importantes:

La unión libre de hecho

La ausencia de un vínculo civil y religioso puede ser fruto de ignorancia, de inmadurez y de inexperiencia, pero también puede ser reflejo de una actitud de rechazo de todo lo institucional. Ello falsifica la alianza matrimonial ya que para el cristiano el único matrimonio es el sacramental. Esas parejas necesitan ayuda social y evangelización. Hasta que no regularicen su situación ante Dios y la Iglesia, no pueden ser admitidos a los sacramentos (FC 82).

La unión sólo por el matrimonio civil

Es cada vez más frecuente el caso de católicos que, por motivos ideológicos y prácticos, prefieren contraer matrimonio solamente civil, difiriendo e incluso rechazando el matrimonio religioso (FC 82). Esta es una situación que desde el punto de vista cristiano no se puede aceptar. Estos esposos renuncian a las riquezas espirituales del sacramento y al reconocimiento de la validez matrimonial por parte de la Iglesia. Viven en oposición al plan de Cristo sobre el matrimonio y por eso no pueden recibir los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía (FC 82). Es preciso ayudar a esas personas a clarificar su fe y a superar su indiferencia religiosa, llevándolas a vivir con coherencia su opción cristiana.

La unión familiar falsificada

Muchas veces la unión familiar es falsificada o deteriorada por la separación, el divorcio, el adulterio y la poligamia, fenómenos todos que contradicen el plan de

Dios sobre el matrimonio y la dignidad de la persona y que constituyen una falta grave al compromiso matrimonial celebrado ante Dios.

La actitud «machista»

Otro aspecto que influye también negativamente en la unión familiar es una actitud «machista», lo cual ofende la dignidad de la esposa y de los hijos con su actitud autoritaria e irresponsable. El machista se considera a sí mismo el dueño absoluto e impone arbitrariamente su voluntad a su esposa en todos los aspectos familiares (vida sexual, economía familiar, relaciones sociales, etc.). Trata a su esposa y a sus hijos, no como personas, sino como objetos que le pertenecen, sobre los que puede disponer a su capricho. Para él todos son sus servidores y le deben obediencia sin reservas.

La actitud «feminista»

Como esposa y madre la mujer «feminista» es autoritaria, agresiva y posesiva. Abusa de su superioridad cultural o de carácter o del mismo amor maternal, para aislar al esposo del amor de los hijos. Defiende a veces justos derechos, pero de manera equivocada y resentida.

Padres irresponsables

Una conducta irresponsable surge a veces por una paternidad deficiente o por el descuido material y por la mala educación de los hijos. Los padres así son irresponsables y pecan contra Dios y el prójimo cuando se dan las siguientes circunstancias:

Ø Cuando por egoísmo no quieren hijos, o cuando si los tienen los tratan sin el mínimo de amor, sin protección o posibilidades de vida y de educación.

Ø Cuando acuden al aborto o procrean en la ilegalidad, fuera del matrimonio o sin unión matrimonial.

Ø Cuando descuidan su formación integral, humana, intelectual y religiosa.

Ø Cuando obstaculizan el futuro de los hijos, imponiéndoles una determinada profesión o no respetando su libertad en la elección del estado de vida o su vocación.

Ø Cuando abusan de la autoridad atemorizando a sus hijos e imponiendo una disciplina tan rigurosa como desfasada, lo que provoca rebeldía, traumas sicológicos, resentimientos, huidas del hogar y matrimonios prematuros.

Ø Cuando no usan la autoridad debida ante las exigencias inadmisibles de los hijos, cediendo a sus caprichos y no corrigiéndoles por miedo.

Ø Cuando son un antitestimonio y dan malos ejemplos como esposos, padres, profesionales, ciudadanos y cristianos.

Hijos irresponsables

El amor, el respeto, la obediencia y la atención personal resumen el Cuarto Mandamiento. La irresponsabilidad de los hijos con sus padres se manifiesta en las siguientes actitudes:

Ø La falta de amor: Es cuando el hijo entristece a los padres con su pereza en los estudios o con su ingratitud en las esperadas manifestaciones de cariño. Es grave cuando se da el maltrato, las injurias y el abandono en caso de enfermedad o necesidad. Pero llega al odio extremo cuando existe odio a los padres, maldición, desprecio e incluso deseo de su muerte.

Ø La falta de respeto: Se manifiesta en la crítica amarga, en negarles la palabra, en avergonzarse de ellos y en no reconocerles como padres. Pero también en las amenazas, las ofensas, los golpes, el echarlos de la casa. Dios condena duramente este pecado: «maldito quien deshonra a su padre o a su madre» (Deuteronomio 27:16), «como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre» (Eclesiástico 3:16).

Ø La desobediencia: Existe cuando los hijos no aprovechan los medios de formación, no hacen caso a los consejos y a las correcciones, y rechazan la colaboración y la ayuda en la vida familiar. Aún más grave es la rebeldía, que corta el influjo educador de los padres.

Ø El abandono a los padres: Es pecado grave el no socorrer, según las posibilidades, a los padres necesitados (ver Eclesiástico 3:12-14). El hijo tiene la obligación de integrar a sus padres en el propio hogar, o por lo menos proveerles el cuidado material y el emocional.

Fuente: Monografías

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