Hace muchos siglos Israel, pueblo elegido de Dios, se moría de sed en el desierto y murmuraba contra Yahvé. Él que lo había liberado de la esclavitud de Egipto, y aquellos hombres llegaron a preguntarse: “¿Está o no el Señor en medio de nosotros?” (Ex 17,7). Ahora también nosotros nos encontramos en una situación límite, y surgen dudas e interrogantes por todos sitios: Si Dios existe y es tan bueno: ¿Qué gana con esta pandemia mundial que mata a tantas personas inocentes? ¿Tan horrendos son nuestros pecados que merecemos tal castigo?
En el último mes hemos visto escenas de pánico, miedo, ira, tristeza, confusión y desesperación. Cada vez más, sentimos que estamos viviendo en una película de terror, pero del tipo que instintivamente apagamos porque es demasiado inquietante. Incluso las personas más religiosas se preguntan por qué está sucediendo esto y dónde está Dios ahora mismo.
En clave cristiana se comprende que los seres humanos nos revelemos ante muchas cosas que no comprendemos del Buen Padre Dios. Sin embargo, hay que tener muy claro que el Creador dio a la naturaleza sus propias leyes. Y aunque estemos en el siglo XXI y los avances científicos se presenten como si no tuvieran límites, la triste realidad de cada día nos dice que no todo se puede explicar en esta vida y que hay cuestiones que sobrepasan a la inteligencia humana. Por otro lado, el hombre no es una marioneta de Dios, hemos sido creados libres y sujetos a la propia razón. Dice san Agustín: “Dios que te creo sin ti, no te salvará sin ti”. Podemos ser “ángeles” o “demonios”, constructores de la paz o señores de la guerra.
Una de las cuestiones que más preocupa a la gente es el llamado “problema del sufrimiento”, “el misterio del mal” o la “teodicea”. Este asunto ha sido tratado a lo largo de los siglos por santos y teólogos.
Algunos argumentan que Dios envía estos sufrimientos a modo de prueba, otros que estos sufrimientos son un castigo para nuestros pecados. Sin embargo, afirmar que Dios haría a un niño padecer cáncer para probar a sus padres o para castigarlos es negar el amor incondicional de nuestro Señor. El propio Jesucristo cuando se encontró con un ciego afirmó que ni él ni sus padres habían pecado. También se podría argumentar que un virus es parte del mundo natural y que, aunque con resultados desastrosos, contribuye a nuestro crecimiento vital o al crecimiento de la humanidad como un todo. Por otro lado, argumentar esto delante de alguien que ha perdido a un familiar es muy complicado.
La realidad es que ni siquiera los teólogos y estudiosos más eruditos son capaces de dar respuestas perfectas a estas cuestiones, y esto puede llevar al creyente a una situación en la que cuestione si puede creer en un Dios que no comprende. No obstante, debemos recordar que como cristianos Jesús media por nosotros. Es el hijo de Dios, nació como hombre, pero con naturaleza divina. Jesús entendía el sufrimiento humano y buena parte de su ministerio fue dedicado a la cura de enfermos y a la consolación de los afligidos.
Esto nos muestra una lección muy importante de cómo debemos comportarnos frente a una situación como esta. Como cristianos no debemos hacernos los ciegos frente a los hermanos y gentiles que enfermen. No debemos tratarles como si fueran “otros”, sino arroparlos con nuestro cariño y atención. Aunque no podamos estar presencialmente, una llamada o un mensaje ya demuestra nuestro interés y preocupación por el prójimo.
Esta situación no puede permitir que nos apartemos los unos de los otros. Al contrario, la caridad debe manifestarse en nosotros con aun más fuerza que antes.
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