Intrínsecamente, el corazón humano es un indicador terrible de lo que proviene de Dios. Jesús dijo: «Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, la inmoralidad sexual, los robos, los falsos testimonios y las calumnias.» (Mateo 15:19). El Antiguo Testamento está de acuerdo. «Nada hay tan engañoso como el corazón. No tiene remedio. ¿Quién puede comprenderlo?» (Jeremías 17: 9).
Por mucho que queramos confiar en nuestro corazón (además de la cultura popular y la psicología popular que nos dicen constantemente que miremos a nuestro corazón en busca de dirección) debemos evitar creer que nuestro corazón puede guiarnos. Nuestros corazones, como nos dicen las Escrituras anteriores y otras, albergan las mismísimas semillas del pecado. Nuestros corazones son la encarnación de lo que las Escrituras etiquetan como «la carne» en oposición al Espíritu. Nacemos con este «corazón» y todos pecamos (Romanos 3:23).
Ese pecado proviene de nuestro interior, no como un implante de la cultura o influencias externas. Pablo escribe acerca de esta «naturaleza pecaminosa» que influye fuertemente en nuestras decisiones: «Yo sé que en mí, es decir, en mi naturaleza pecaminosa, nada bueno habita. Aunque deseo hacer lo bueno, no soy capaz de hacerlo. De hecho, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y, si hago lo que no quiero, ya no soy yo quien lo hace, sino el pecado que habita en mí.» (Romanos 7: 18-20).
Felizmente, Dios abrió un camino para nuestro rescate del castigo que merecemos a causa de nuestro pecado. Ese camino es a través de la fe en Jesús como nuestro Salvador. «En consecuencia, ya que hemos sido justificados mediante la fe, tenemos paz con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo. También por medio de él, y mediante la fe, tenemos acceso a esta gracia en la cual nos mantenemos firmes. Así que nos regocijamos en la esperanza de alcanzar la gloria de Dios.» (Romanos 5: 1–2).
Además, Dios nos da gracia y fuerza para luchar contra nuestros deseos de tomar decisiones pecaminosas. Nuestra parte es elegir enfocarnos en glorificar a Dios en todo lo que hacemos. Dios puede cambiar nuestro «corazón», dándonos el deseo de agradarle. Respecto a Israel, Dios le dijo a Ezequiel: «Yo les daré un corazón íntegro, y pondré en ellos un espíritu renovado. Les arrancaré el corazón de piedra que ahora tienen, y pondré en ellos un corazón de carne, para que cumplan mis decretos y pongan en práctica mis leyes. Entonces ellos serán mi pueblo, y yo seré su Dios.» (Ezequiel 11:19-20). 2 Corintios 5:17 nos dice que somos nuevas creaciones en Cristo. El Salmo 37: 4-6 dice: «Deléitate en el Señor, y él te concederá los deseos de tu corazón. Encomienda al Señor tu camino; confía en él, y él actuará. Hará que tu justicia resplandezca como el alba; tu justa causa, como el sol de mediodía.”
Romanos 12: 2 habla de ser transformados para entender los deseos de Dios para nosotros: «No se amolden al mundo actual, sino sean transformados mediante la renovación de su mente. Así podrán comprobar cuál es la voluntad de Dios, buena, agradable y perfecta.»(Romanos 12: 2).
Los deseos de Dios se convierten en nuestros deseos, nuestras mentes se transforman y nuestra capacidad para discernir la voluntad de Dios se logrará solo si nos arrepentimos de nuestra maldad y aceptamos con fe el regalo de salvación de Dios a través de Su Hijo, Jesucristo. Podemos tomar las instrucciones de Pablo a Timoteo en 2 Timoteo 3: 14-17 como nuestra guía:
“Pero tú permanece firme en lo que has aprendido y de lo cual estás convencido, pues sabes de quiénes lo aprendiste. Desde tu niñez conoces las Sagradas Escrituras, que pueden darte la sabiduría necesaria para la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda la Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir y para instruir en la justicia, a fin de que el siervo de Dios esté enteramente capacitado para toda buena obra.»
Fuente: Compelling Truth
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